Κυριακή 22 Φεβρουαρίου 2009

PENSAMIENTO Y ERROR

¿QUÉ TE IMPIDE PENSAR?
PENSAMIENTO Y ERROR
Por Sandra Russo


¿Dejan pensar los medios en general y la televisión en partidcular? La creadora de un programa televisivo llamado justamente Dejámelo pensar nos cuenta su experiencia y reflexiona sobre el pensamiento enyesado.

Hace poco conduje junto a Boy Olmi la entrega del los Premios Cultura Nación, que creó este año la secretaría a cargo de José Nun para premiar la trayectoria de grandes nombres de la música y las artes plásticas. En un momento de la ceremonia en el hotel Alvear, que estaba siendo televisada, llegó el turno de entregarle el premio al maestro Raúl Lozza, un pionero en muchas técnicas y maestro de artistas plásticos. No sé su edad, pero en el escenario apareció un anciano en silla de ruedas que apenas tenía la fuerza para sostener el micrófono. Alguien le puso el premio entre las piernas y el micrófono en una mano. Lozza quería hablar, pero las palabras no le salían. Su cabeza, calva, titubeaba, y sus ojos miraban hacia la vaga oscuridad del auditorio. Se produjo un momento de incomodidad general, e incluso Boy y yo, después de que Lozza se retiró del escenario, no pudimos hacernos los boludos y hablamos brevemente de cómo el silencio es algo que nos resulta indigerible a los occidentales de hoy: le tenemos terror al blanco y al silencio. Lo único que pudo decir Lozza, con el micrófono tambaleante, fue: "Si no enseño, ¿cómo aprendo?".

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Esa escena me dejó pensando. El silencio indigerible, incluso por gente entrenada en comunicar, a través del arte, cosas complejas, sutiles, invisibles. Y ese anciano reflexionando: "Si no enseño, ¿cómo aprendo?". Y la incomodidad general, que se olía. El rumor seco de los cuerpos revolviéndose en sus asientos. Boy y yo captando que estaba pasando algo que hacía falta recibir, como una pelota, para no plegarnos a esa tara televisiva que consiste en hacer de cuenta, cuando no se sabe qué decir sobre algo inesperado e incómodo (por ejemplo, que un anciano en silla de ruedas al que se homenajea en una ceremonia televisada, se quedé mirando alternadamente el micrófono que no llega a sostener con su propia fuerza, y el auditorio negro, poblado de artistas que deben lidiar internamente con una sensación de frustración mediática, porque el silencio no está previsto ni admitido en público).

Ni idea
Era la primera vez que yo hacía un trabajo como ése, el de conductora de una entrega de premios. Es un viaje, no se crean. Con Boy me estoy acostumbrando a hacer cosas que antes me hubiesen parecido ridículas, porque él es un hallazgo para mí. No sólo profesionalmente. Boy es un tipo que hace televisión desde hace treinta años, desde tan chico como era yo cuando empecé a ganarme la vida escribiendo. Y no sé si será por la impronta de su padre y su madre, que lo criaron con valores muy fuertes y no exactamente con los más previsibles en un argentino de clase media, pero Boy se ha quedado detenido con mucha firmeza, alguna vez, un paso antes de ese territorio viscoso y un poco mugriento al que invitan los medios masivos de comunicación. No hay ninguna fractura de tipo verbal o moral entre el Boy que la gente ve y escucha por la tele, y el que yo conozco. La cámara no lo altera.

Cuando nos conocimos, muy poco antes de salir al aire en un programa diario y en vivo (una experiencia rara, rara), Boy me aseguró: "El error no existe". Tenía puestos (él) unos pantalones de corderoy rosa que no ayudaban a tomarse en serio lo que el tipo al que yo había visto y admirado en La niñera decía. Antes de volver a la escena en el teatro Alvear, permítaseme recordar aquí cuál fue la semilla del programa en cuestión, Dejámelo pensar, cuál fue su génesis, porque en la articulación de ese programa puse en su momento en juego toda mi noción política de la comunicación.

Yo no creo que los medios de comunicación comuniquen. Creo más bien que enyesan el pensamiento. Creo más bien que encorsetan las ideas. Creo que los medios comunicación vuelven masivos conceptos que ellos difuminan y propagan. Que hacen de la generalización una regla que degenera la forma de pensar de la audiencia. Que indefectiblemente trabajan al servicio a veces explícito y a veces tácito del poder. Creo que los medios de comunicación se rinden por definición ante el poder, porque están hechos con escoria del mercado, con oro y mierda del mercado. Creo que los medios de comunicación hacen de la amplificación un vicio y de la obscenidad un objeto de demanda. Y que es muy, muy difícil hacerse el canchero con los medios de comunicación, porque se devoran los mensajes, se devoran a los mensajeros, y renuevan diariamente sus estrategias para generar la ilusión óptica colectiva de una verdad aceptable.

Cuando me llamaron de canal 7 para que les llevara una idea, no tenía ninguna. Pero en televisión tener ideas nunca fue un gran problema, porque aunque parezca mentira, en los lugares donde se supone que hay gente con ideas, lo que hay es gente alienada. La televisión aliena.

A mí nunca me atrajo la televisión. Hice un año cuando era chica, con un dream team inolvidable (Cable a Tierra, con Pepe Eliachev, Alan Pauls, Marcelo Figueras y Daniel Guebel), pero después no insistí porque no me parecía que me saliera muy bien, y porque lo que me gustaba más que nada era la gráfica. Pero esta vez, el llamado coincidió con un período de mi vida en el que me la pasé leyendo y releyendo a Roland Barthes, y pensé que era una buena ocasión para hacer un experimento.

En mis talleres de texto breve, Mitologías, El Placer del Texto y la Lección Inaugural son materiales que se trabajan todos los años. Hay muchos caminos que llevan a Roma, pero yo prefiero el de Barthes. No se puede aprender a escribir si uno no es conciente de que lo primero que tiene que hacer es liberar su propia escritura de los mandatos ruines de la lengua. La actitud de un escritor (o un comunicador, en este caso, que no es más que una acepción más amplia) debe ser aquella que le permita desmarcarse de los dichos mandatos, de las imposiciones de la lengua, de las trampas cazabobos de la lengua. Porque la lengua materna es un aparato destinado, según Barthes, y yo le creo, a domesticar algunos aspectos de la subjetividad. Hay que estar atentos a los sobreentendidos, a las frases hechas, a todo lo que parece que pensamos y es en realidad solamente es producto contrahecho de los discursos que circulan para que los reemplacemos por nuestros propios pensamientos.

La zona muerta
¿Y qué se puede hacer con todo esto en la televisión? No tenía ni idea, pero el canal público era necesario. La televisión de aire privada es causa casi perdida. Y surgió Dejámelo pensar, como idea abstracta: un tema por día, para revisar lo que pensamos sobre ese tema y abordarlo desde la psicología, la filosofía, la historia y las tendencias, y dos conductores pensando en vivo, al aire, sin guión, asociando libremente todo lo que se dice. Ahora que llevamos 215 programas hechos, me parece después de todo una muy buena idea. Pero en aquel momento, hasta costaba hacerse entender. "Ah, ¿vos decís un talk show?", me preguntaba un interlocutor en el canal, muy al principio.

"Bueno, no, no, tan así no", le decía yo. "Es más bien como un cubo mágico", trataba de explicarme. "Dar vuelta un tema cualquiera para aquí y para allá", decía, mientras pensaba nombres de conductores porque yo quería solamente estar a cargo de los contenidos. Después me convencieron de que tenía que hacer cámara y creo que tenían razón: la idea de Dejámelo pensar es tan de autor, que me hubiese sido imposible transferir las ideas que surgen en el aire.

Y llegó Boy, con sus pantalones rosados y su "El error no existe". El se refería, más precisamente, a que en televisión la mejor manera de tomarse las cosas es sin miedo a equivocarse. A decretar internamente que si uno se olvida lo que iba a decir o pierde el hilo o lo que dice no es genial ni mucho menos, en fin, ¿por qué tendría que serlo?

En esa misma reunión inicial me di cuenta de que una persona de televisión que cree eso, que el error no existe, era una condición fundamental en la que yo no había reparado para que la idea funcionara. Alguien con la necesidad de salir siempre bien parado, o alguien con miedo a que se le notara lo que sabe y lo que no sabe, hubiera arruinado todo. La única manera de que la trampa que le queríamos hacer a los medios de comunicación tuviera suerte era tener un copiloto dispuesto a incinerarse al aire. Porque pensar, pensar de verdad, sin artilugios televisivos, exponerse al asombro, a la sorpresa, a la confusión en vivo, sin red, requiere de una actitud personal del conductor, de un "fuera de sistema". "El error no existe" me pareció lo suficientemente fuera de sistema.

Porque el error existe, claro que existe, pero no allí donde nos hacen creer verlo. El error es el pensamiento obturado. El error es la zona muerta de la mente y el alma de quienes se han dejado hechizar por los discursos que propalan los medios de comunicación. El error es la domesticación cotidiana a la que nos abandonamos poniendo el cuello para que nos pasen la correa y nos lleven a pasear por el prado de telgopor de Ciudad Truman.

En la entrega de premios, cuando el maestro Lozza se retiraba del escenario ayudado por alguien que empujaba su silla de ruedas, yo sabía, sin que nos hubiésemos mirado, que Boy iba a saltarle a la yugular a la realidad: no iba a "hacer de cuenta" que todo había sido encantador, ni iba a seguir con el próximo galardonado sin mencionar el clima enrarecido que había provocado el silencio de Lozza. Lo hizo. No me acuerdo qué dijo, y yo completé su idea, y después seguimos. El silencio de un gran artista anciano frente a un micrófono en una ceremonia de entrega de premios no es un error. Así lo hubiera tomado la televisión como medio en general, la televisión siguiendo sus inercias. Pero el silencio de Lozza no fue un error. Qué va. Ese silencio prevenía del desgaste de los años y de una vida extensa, sembrada con honradez y vuelo. Es de seres concientes y racionales mandar a cagar a la televisión con sus leyes y sus supuestos cuando sus leyes y sus supuestos hacen recaer el error en lo humano. Lo humano es mucho menos erróneo que lo televisivo.